Thursday, April 27, 2006

No Habrá Cesar en Julio

Injustificado, imperdonable, cobarde y fruto del más podrido de los rencores le parece al desorden el asesinato de imagen en contra del conspicuo Julio César cometido por sus antiguos colegas de prensa y sus nuevos colegas de tele. El astronómico despegue de la carrera del mentado comentarista, se vio, sacó chispas que no se dejaron ver en toda su luminosidad hasta el deceso (¿o suicidio?) mediático del animador. Seamos francos, su late show, no era derechamente malo; incluso alguna que otra edición logró entretener al desorden. Julio Cesárea, como malignamente se lo llamó, si bien no tuvo nunca un desempeño rutilante, se vio, a veces, muy cómodo en el set, tal vez demasiado en vista de la frágil sensiblidad de el estarc system. Juegueteó hasta el hartazgo con los camarógrafos, coqueteó con las invitadas, confabuló con la banda e insinuó, aunque sólo facialmente, despiadadas e irreverentes ironías en contra de consolidados de tradición.
De ser uno de los personajes más decididamente feos de la pantalla chica -lo recuerdo en el panel del Termómetro con la ce hache más inestable que hoy día- pasó a ser una cara que se puede mirar manteniendo indemne la propia integridad estomacal. Para lograr el cambio no quiso regirse por la ortodoxia masculina nacional, diseñada en base al perfume del éxito y del dinero. Ahorró tiempo, ocupó el bisturí, y se convirtió casi a propósito en una versión masculina, y más leída por cierto, de la Carlita Ochoa, o en el mejor de los casos, de su tocaya Ballero. Mal no le fue: post-pabellón consiguió polola flaca, linda, de buena familia, liberal y...de la tele.
Se le cumplían sus sueños uno por uno, pero nadie sabía por qué, el una vez outsider, marginal, talentoso y apasionado éditor de La Nación Domingo soñaba con eso y tal vez ésto era lo que más incomodaba al proletariado televisivo.
Los teólogos lo saben: la única herejía que ha de temerse es la que puede confundirse con la ortodoxia. Hoy, aparentemente, es un hecho que no vamos a seguir viendo por un tiempo al otrora emperador del canal público y nadie parece estar lamentándolo sino, más bien, celebrándolo en sus narices; ¿será por las mismas razones que explican la reacción satírica del mounstruo ante el drama sicótico-policial de la Kenita y los vaivenes emocionales del Negro Piñera, o en cambio el hecho viene a confirmar que el chileno, no solamente es solidario en tiempos de crisis, sino además terriblemente chaquetero cuando las cosas marchan extrañamente bien?

El desorden lo pone sobre la mesa. El cibernauta afila los colmillos.